La relación de los matemáticos con el poder nunca ha sido fácil. En el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (EEUU) todavía se recuerda la polémica que a partir del año 1973 enfrentó al departamento de Matemáticas, capitaneado por André Weil, contra el entonces director Carl Kaysen, después de que este nombrara profesor a un sociólogo de las religiones, cuya obra los matemáticos consideraban el mejor ejemplo de fraude intelectual. André Weil, sin embargo, no fue un científico comprometido: creía que su misión en el mundo era hacer progresar las matemáticas y evitaba cualquier actividad que lo distrajera de este propósito. Era así como justificaba su fuga a Finlandia al comienzo de la II Guerra Mundial ante el peligro de que lo llamaran a filas, un acto que nunca le perdonaría el también matemático Jean Leray, que fue capturado por los nazis en 1940 y que pasó cinco años encerrado en un campo de prisioneros. Tampoco Kurt Gödel, compañero de Weil en el Instituto de Estudios Avanzados, se interesó por la política. Es famosa la carta que escribió a su colega Karl Menger dos días antes de la invasión de Polonia, sin una referencia al futuro incierto que acechaba a Europa.
En el extremo opuesto habría que situar a matemáticos estadounidenses como Steven Smale o Neal Koblitz, militantes comunistas que se lanzaron a mediados de los sesenta a una encendida campaña contra la guerra de Vietnam. Aunque los dos sabían cómo transformar cualquier aparición pública en un alegato contra el comportamiento criminal de su país, pocas intervenciones serían tan sonadas como la rueda de prensa que Smale organizó en las escaleras de la Universidad de Moscú durante el Congreso Internacional de Matemáticos (ICM) de 1966, pocos días después de que le fuera concedida la medalla Fields, el máximo reconocimiento al que aspira un matemático.